Juan no tenía tan claro que su futuro estuviera fuera de Baños, pero una vez más en su vida confió en la sabiduría de Mariana y supo que si ella lo decía era porque lo tenía todo más que pensado y si no le hacía caso, acabaría arrepintiéndose. Habló con D. Fernando y él le encontró trabajo en una portería en la calle Claudio Coello de Madrid,en pleno barrio de Salamanca. Allí Mariana trabajó como modista para la señora de D. Fernando y sus amigas.
Y de nuevo, como venía sucediendo desde que tenía trece años, la costura formaba parte íntima de su vida. Lacostura le ayudó a mantenerse lúcida tras el dolor de haber perdido a sus padres, le llenó los vacíos que le producía el silencio en la casa de su tía Dolores, le ayudó a poder ver a Juan más de una tarde y la llenó de satisfacción mientras cosía el "atico" de recién nacido a sus hijos, con la ropica del moisés, las sábanas de la cuna y los faldones de cristianar y la hizo feliz cuando se cosió su vestido de novia.
Sus hijos fueron a un buen colegio de la zona y tenían como amigos a los mismos niños que los hijos de los señores para los que Juan trabajaba. Acabaron sus estudios en el Colegio y pasaron a la Universidad. Después encontraron trabajo en distintas zonas de Madrid, se casaron todos menos la niña, y empezaron a darles nietos. Y este era el mayor orgullo de Juan y Mariana.
Había sido duro salir de Andalucía, porque el sur tiene un algo especial en su luz y porque su gente es alegre y está un poco más lejos de lo racional y sensato que el resto de España. Ellos habían llorado en Madrid el día de la romería de la Virgen de la Encina por no haber podido acompañarla, y el día de todos los Santos, cuando Mariana le encendía en la cocina las mariposas a sus difuntos, sentía un nudo en la garganta por no poder ir al cementerio a arreglar las lápidas de sus seres queridos ya fallecidos.
Eso si, todos los años guisaba esa noche para cenar las gachas santeras, con su "matalauva" y sus tostones de pan que tanto le gustaban a Juan.
Para Juan también había sido duro pasar fuera de Baños la festividad de todos los Santos, aunque por razones diferentes a las de Mariana.
Desde que era un zagal y hasta que se fué a vivir a Madrid, se había ido de Santos todos los años con sus amigos y con el resto de hombres del pueblo y con el incesante sonido de fondo de las campanas de la Iglesia de San Mateo repicando sin parar para recordar a todos que eran días de honrar a sus difuntos.Se iban al campo sin mujeres y se guisaban sus migas y las acompañaban con melón y sardinas, su conejo al jarón,su liebre al tomillo, su carne de monte en adobo que siempre la aliñaba Mariana, y como no, sus gachas santeras que hacía como nadie Amancio, "el civil". Juan no podía evitar sonreir al recordar cuando de jóvenes se pintaba la cara unos a otros con el tizne que se quedaba pegado a la sartén después de guisar en la lumbre y fué el hombre más feliz del mundo cuando se jubiló y volvió a vivir en Baños y a irse de Santos con sus amigos.
Si una cosa le había quedado clara a Juan en la vida, era que aquellos tiempos pasados no siempre fueron mejores.Solo le bastaba recordar los años de la guerra y la post guerra, cuando todo era tristeza, hambre y pobreza y había que luchar a dentelladas para salir adelante. En el 38, el ejercito republicano llamó a filas a él y a muchos de sus vecinos con tan sólo diecisiete años de edad. Ellos fueron los últimos jóvenes en ser reclutados para luchar en la guerra civil y fueron conocidos como "la quinta del saco" y fue duro, muy duro, porque a la tortura de luchar en el frente tuvieron que sumarle hacer tres años más de servicio militar un vez acabada la guerra.
Fueron años difíciles, en los que el hambre te enseña a conocer la diferencia entre la inteligencia y la listeza, porque despierta en el ser humano el más profundo de los instintos de supervivencia. Sobrevivir cada día sin dinero ni comida era un esfuerzo titánico, y con su padre preso y él en el frente, su madre había tenido que ingeniárselas cada día para darle de comer a sus seis hermanos. Aprendieron a ponerse dos veces en la cola donde les daban comida con las cartillas de racionamiento sin que
los reconocieran, y hasta robaron otras dos cartillas para poder sacar más comida,turnándose entre sus hermanos pequeños para que no los descubrieran. Durante este tiempo su madre sufrió tanto, que le pareció vivir un desierto emocional donde desaparecieron las ilusiones, los proyectos de futuro y las risas y sólo encontraba consuelo pensando en las caras de sus seis hijos y en la esperanza de que su padre volviera a casa vivo, y él viniera sano y salvo de la guerra.
La guerra civil marcó tanto a Juan que lo convirtió en un hombre sin utopías sociales, sin pretensiones políticas de ningún tipo y que sólo creía en el trabajo y la economía.
Mariana había acabado de coser un babero para su tercer biznieto y se dispuso a hacer la comida. Pero hoy Juan no tenia hambre a la hora de comer, no le apetecía nada, y Mariana que lo conocía muy bien,le propuso guisar unos calandrajos con conejo, porque desde hacía ya un tiempo, a Juan le sentaban mal con liebre. A Mariana le resultó raro que Juan no los quisiera, era casi imposible que Juan se negara a comerlos, porque era
su comida preferida. Es más, ella siempre le decía a sus hijos que si no hubiera sabido guisar unos buenos calandrajos Juan no se hubiera casado con ella.
Pero hoy Juan no tenía buen cuerpo y le dijo a Mariana que no los hiciera, que prefería comerse un cucharro pero sin bacalao ni sardina arenque, ni tan siquiera con aceitunas machacás, sólo con su aceite y su churre de tomate y cortaico poco a poco con su "manchega" que era el nombre que le puso a la navaja que le trajo su hijo de Albacete cuando estuvo allí de viaje de novios.
Mariana sabía que para Juan el cucharro era el mayor manjar del mundo,de hecho, había sido su cena durante toda su vida tanto de soltero, como de casado. En tiempos de guerra y escasez se lo comía "pelao" como él decía, solo el pan con el aceite porque no había posibles para añadirle acompañamientos.
Cuando comieron, Mariana quitó la mesa y recogió la cocina, pero hoy Juan no le ayudó, ni quiso llevarle a las gallinas las hojas más verdes de la lechuga que ella había limpiado, ni los tomates "estrujaos" que habían quedado de los cucharros.
Juan se sentó en su mecedora y esperó a Mariana para dormir la siesta. Empezó a recordar cuando sus hijos eran chicos y se acostaban en ese mismo sitio en un camastro en el suelo que Mariana les preparaba con dos mantas de borra, un tejido que pesaba mucho, pero que no abrigaba nada y que Juan se había traído de la mili cuando se licenció.
Y Juan recordó aquellos tiempos en los que no se dormía la siesta en la cama porque los colchones eran de lana y había que mullirlos cada día, removiendola y levantandola a puñados con las manos hasta que se despegaba toda lana que con el peso del cuerpo se había apelmazado y se mullía hasta que el colchón quedaba tierno como un bizcocho.
Hace ya tiempo que Juan se dio cuenta de que con los años hay que rendirse a la evidencia y aceptar que está cerca el final de la vida. Es entonces cuando se amontonan los recuerdos de las cosas que sucedieron,de las ilusiones que no se hicieron realidad, de los planes que no se cumplieron...y empiezas a sentir que ya ha empezado tu propio declive emocional marcado por una mezcla de sentimientos de rutina, de resignación y de esperanza, que antes nunca habías experimentado.
Hoy Juan se daba más cuenta que nunca de que sus fotos, sus muebles, sus ropas, todo a su alrededor, le estaba recordando constantemente lo que había sido y ya no es, lo que había vivido, y lo que le quedaba por vivir.
Ahora Juan estaba en ese momento de la vida en el que tus recuerdos te acercan a los que tienes lejos y te alejan de los que tienes cerca. Y es que desde hace un tiempo, Juan veía de cerca la muerte, y tenía muy claro que después de haber vivido casi una centuria, no tenía sentido aferrarse a la vida. Siempre dijo que no le tenía miedo a la
muerte, pero si respeto, y por eso, ya tenía todo preparado para cuando llegara el momento. Eso si,lo único que le pedía a Dios era morirse antes que Mariana, porque no sabría vivir sin ella.
Esta tarde Juan estaba cansado, muy cansado, pero esperó a que Mariana se sentara en la mecedora y le pidió que le diera la mano. Juan la puso entre sus manos y la acarició, suspiró y cerró los ojos.
Y es que esta tarde a Juan se le acabó para siempre el hilo para seguir hilvanando su existencia. Ya estaban todos los pespuntes echados, todas las costuras apuntadas y el traje de su vida ya estaba acabado y listo para entregar.